Los dedos pasaron veloces sobre las cuerdas de la guitarra. Las notas volaban como si su alma cantase y en parte era así; cerraba los ojos y alzaba la cara al cielorrazo porque, por dentro, cuando tocaba, sentía volar su corazón cerca de Dios y de su padre. Era el pasaje a una isla en donde los recuerdos se palpaban con la mano.

— Disculpame, siempre me pierdo cuando toco… como te decía, la idea es llegar con las clases a que puedas improvisar. Va a depender mucho de la práctica que hagas y, sobre todo, la constancia.

El alumno lo miraba maravillado. Parecía un buen pibe, uno corriente sobre todo. El horario que acordaron era un poco fuera de de lo cotidinano porque no solía recibir gente tan tarde pero, qué va; él siempre después de cenar tocaba un poco más, así que si podía hacer un poco más de dinero ¿por qué no?. La guitarra criolla reposaba en su falda y sus manos la sostenían con un poco de ansiedad. Se notaba que el instrumento le era ajeno, pero la emoción con la que lo miraba demostraba el interés y eso estaba muy bien para él.

— No hay problema —dijo el alumno—, ¡al contrario! Se ve que hay pasión. ¿Empezamos?

Durante una hora la clase fluyó, como muchas otras. Comenzó con los acordes más simples hasta que lentamente sacaron una canción completa. El maestro enseñaba su arte de a un secreto por vez y el alumno, aprendía. Los dedos comenzaron a moverse más rápido y los sonido tomaron forma de música con naturalidad.

— ¡Aprendés rápido eh! Mirá, tus dedos encontraron fácil la posición del RE y del DO. Te felicito, no… no pierdas constancia. —De pronto, el aire estaba enrarecido, pesado. Percibió el sudor en sus sienes; antes no había sentido el calor. Miró por la pequeña ventana a su derecha y afuera era de noche, naturalmente, pero la vista a la calle acusaba una negrura inusitada. No le dio demasiada importancia.

El alumno seguía tocando los últimos acordes. No lo miraba ni lo miró cuando le hizo el comentario, sólo a su guitarra. La somnolencia del momento le hizo pensar que ya debería ser la hora de terminar… pero, qué va, tocaría un poco para él. Se sentía satisfecho de sí mismo.

Y tocó porque el corazón latía fuerte en su pecho. Cerró los ojos y sintió su alma cantar a través de sus dedos. Había fogonazos de furia cuando las yemas de sus dedos chocaban con las cuerdas y eso lo confundía. En su interior nunca pudo darle un nombre concreto a lo que sentía: ¿amor? ¿será odio en realidad? Se parece más al amor, pero su padre se había ido muy rápido y lo había necesitado durante mucho tiempo… La soledad y el amor discutían en la música que nacía de su instrumento.

— Ya tengo suficiente. —dijo el alumno. Tiró la guitarra y al partirse despidió un sonido de sufrimiento, como un animal lastimado. No acusaba el calor de la habitación; es más, había un aura a su alrededor… pareciera de vapor… que difuminaba sus bordes. Al volverse a Julio levantó su rostro y los ojos reptilianos, amarillos, atravesaron su pecho hasta su escencia. Los bordes de la habitación también se perdieron en la niebla negra en la que se transformaba la piel de… eso. Julio quedó helado frente a esta presencia, sin dar crédito a lo que veía. Sus piés lo llevaron temerosamente hacia atrás mientras observaba como eso cambiaba su forma en algo horrible y enorme, mediante latidos sin ritmo alguno en todo el cuerpo, destapando la sucia piel maldita.

— La pasión también guía mi camino en este mundo. Y desde que llegué, es una luz que no pretende apagarse.

Varios dedos negros e informes atraparon rápidamente el hombro izquierdo de Julio sin darle chance a alejarse más. Lo único que podía hacer era apretar la guitarra con la otra mano. Era lo único real en esa pesadilla.

Sintió quebrarse en 2 y al final soltó la guitarra para siempre. El alma de Julio, la bondad y el amor eran devoradas por el ente. De la oscuridad innata, nada le interesaba. Porque Julio, como todos los humanos, son dos que son uno. Somos el conflicto, unido. Una batalla constante.

La escencia cesó. No duró mucho, pero el ente estaba más que satisfecho; se tambaleaba buscando el equilibrio bajo esa oleada de placer que lo invadía y lo empujaba. La saliva le chorreaba de la boca hedionda, que se estiraba hasta detrás de las orejas. El trabajo estaba hecho.

Julio se desplomó en el piso. Eso, que era Julio, no lo era más. Los ojos grises delataban quietud: en su interior ya no había conflicto. El mal había victoriado. El amor se había ido y con él el recuerdo de su padre. Dios ya no existía.

— Dios no existe… no existe —dijo Julio tirado en el piso, mirando hacia la nada misma con sus nuevos ojos, sin mover un músculo. Su rostro delataba que había descubierto una verdad aplastante.

— Podés estar seguro de que hay alguien… porque me han enviado. Este es mi trabajo, mi pasión: quito la belleza del mundo. —de nuevo en forma humana, el ente miraba los despojos de su víctima esperando alguna clase de respuesta. No hubo ninguna.

— Podés unírteme. Unírtenos. Somos muchos… aprenderás rápido, lo se. Sólo es práctica y, sobre todo… constancia.