De encuentros fugaces con mi esposa en la cocina cuando buscamos algo distinto, del abrazo de los hijos cuando llego del trabajo, de las miradas silenciosas entre mates amargos mientras los chicos duermen por la mañana, se desprende una pausa en el tiempo, un momento de claridad en el pensamiento que me permite ver lo feliz que soy, que vivo en la época dorada de mi vida y que no se si incluso vendrá algo mejor, pero sí que vivo lo mejor que me ha pasado. No me arrepiento de ninguna decisión, no tengo rencor con nadie. Estoy muy agradecido.

Ser consciente de que la felicidad te rodea te hace sentir que el tiempo retoma la marcha. Entonces se materializa la idea más vieja que uno mismo de que la vida pasa y no se queda ni en las fotos.

Mojé mis piés en el mar luego de muchos años; ahora volvía con hijos y ellos no lo conocían. Fue como encontrarse con un amigo porque los dos cambiamos mucho, pero si ves muy adentro en el color del agua y de los ojos, te das cuenta que aún somos dos personas nuevas en el mundo. Nos recibió con los brazos abiertos y nos dio la paz que necesitábamos.

Volvimos y la rutina volvió un poco con nosotros, pero hemos cambiado. La novedad de los caracoles pasó para los chicos, pero para mí la noticia fue descubrir significados renovados. En medio de una soledad breve en mi casa encontré el tesoro traido desde el mar por los chicos, ahora olvidado. El tiempo se detuvo nuevamente y vi el rastro de la felicidad aún impregnada en los caracoles y en la arena, y los junté con las manos y el alma. Salí al patio de mi casa y en un intento de asir la vida y la felicidad de esos recuerdos, puse los caracoles entre las macetas, en la tierra y entre el pasto, junto a la ventana, la puerta y el corazón. Planté los recuerdos por toda la casa para que el futuro yo recuerde los años dorados, cuando la vida era simple, los hijos pequeños y bajo el ala, una esposa que me hace feliz y todo el futuro por delante.