El viejo Joaquín miraba el barco atravesando el horizonte y calculó dos horas hasta que llegase al puerto. Era bueno haciendo ese tipo de cálculos luego de tantos años. Encendió un cigarrillo nuevo, se cerró el sobretodo y sentado observaba cómo el Sol competía con la nave para llegar al cenit.

Ahora sí, contame cómo te estuvo yendo –dijo Juan Carlos cuando al fin se sentaron en la mesa destartalada del bar acostumbrado–. ¿Cómo vas con los mareos?

Bastante igual… la verdad es que ni novedades tengo. Me estoy acostumbrando de a poco. ¿Y vos? Contame del mar y la familia.

Vamos a pedir un vinito antes.

Y con un grito que le pegó a la mesera, Juan Carlos pidió el vino prometido y luego, la palabra. Le contó al viejo Joaquín las novedades del mundo de los mares. Era el único amigo que tenía y por lo que sabía de él bien podía estar en la misma situación, al menos en ese puerto, pero lo dudaba. Nunca se animó a preguntar; cuando Juan Carlos llegaba cada dos semanas –3 como mucho– era hora de la amistad.

Hablaron hasta que cayó la noche y los demás comenzales se fueron del lugar. El silencio se hizo duro entre los amigos y fue entonces cuando se miraron a los ojos.

Vení conmigo Joaquín. A Buenos Aires. ¿Qué hay para vos acá? El barco es mi dominio y cómo consigo mis marineros, mi problema.

No puedo irme ya. No podría… si el mar estuvo abierto alguna vez para mí, ahora está vetado.

El viejo Joaquín veía al barco alejarse esta vez pero en la dirección contraria con la tranquilidad propia de las naves grandes y desafiantes, las velas hinchadas con orgullo. El Sol iba a su encuentro detrás del horizonte, con la promesa renovada del hogar. Cuando Juan Carlos le dijo que ésta era una suerte de despedida, entendió el origen de su propuesta: su hijo mayor partía desde Mar del Plata en búsqueda de nuevos cielos y sentía la urgencia en el corazón.

El Mar es la nación más bondadosa del mundo –le repetía Juan Carlos, pero para Joaquín no significaba más que temores. Fue durante mucho tiempo la tijera que cortaba el cordón umbilical a su pueblo, pero esa misma tijera ahora lo estacaba al suelo de manera permanente.

Se fue del puerto con su andar dispar de tres sonidos; dos pasos y un bastonazo, zigzagueando para evitar el camino directo hacia la vereda de los Plumeros. Un apellido difícil de llevar que el dinero se encargaba de mantenerlo limpio. El pueblo no era muy grande y tenía la costumbre de hacer sus casas muy juntas, con el segundo y tercer piso inclinados hacia la vereda opuesta y dificultando la vista al cielo. Con cada paso concluía que era una calle más que angosta para su gusto… Qué ironía, pensar que muchas de las paredes las había levantado él mismo como una forma de escape: un ladrillo a la vez, y un muro rojo y gris se levantaba entre él y los problemas. Pero claro, duraba hasta que le pagaban los diez pesos por pared que cobraba y volvía a la calle estrecha.

Llegó a su casa luego de después de tanto deambular: un manchón de nada, un terreno vacío y una piecita en una esquina. Se metió adentro y se sentó al borde de la cama dura y desarmada. El bastón entre las piernas y la mirada perdida en el silencio, mientras un ocaso apresurado bailaba con las sobras que se entraban en la cocina. Puso la pava sobre el anafe y no pensó nada más.


Su sueño era el agua. Un vacío espeso y frío que se le metía por la nariz, oscuro. El agua quería invadir todo su cuerpo a la fuerza e inundarlo todo. Él era un intruso y el mar, un justiciero. Sintió la sal quemar dentro de sus pulmones, apagando sus latidos. Luego, la nada… Silencio, paz y los dedos helados.


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Cambios

  • Este es un relato que empecé el 2018-08-22, pero como todo queda a última hora, nunca lo terminé. Voy a fraccionarlo un poco más para ajustar el contenido.
  • Correcciones en la redacción.