El yugo del Dios Rey había caído sobre la Tierra. El golpe fue certero y los Hombres el yunque menos esperado. Como un castigo divino en el apogeo de la raza, el príncipe encarnecido abatió ejército tras ejército y religión tras religión, barriendo barreras y derribando otros dioses. El Hambre era la única religión. La última resistencia cayó, su ciudad incendiada y sus hijos devorados.

El Dios Rey en su trono de piedra y mármol, comía. A veces, en los pocos momentos del día que se detenía, contaba cómo su Padre le había enseñado a devorar las almas como castigo hasta que escapó de ese lugar donde vivían los dioses. Llegó al vientre de una mujer, se metió en su carne y devoró el alma de su hijo para ocupar ese recipiente. Y al nacer hizo lo primero que recordó que vino a hacer: comer. Mordió lo que estaba a su alcance y le arrancó los pezones a su madre.

Su cuerpo no tenía límites: era una montaña de algo parecido a la carne. Las piernas estaban suspendidas a los costados y no tocaban el piso. El color de su piel era amarillento y en algunos lugares casi verdoso. La cabeza coronaba la montaña con un pelo rubio muy ralo y fino, como el de un anciano. Manos anchas como su cara, sus brazos eran fuertes, tanto como para levantar un hombre sin esfuerzo. Y eso era lo que comía.

El hombre estaba ya sin vida, pero se había debatido un buen tiempo. Casi estuvo por abandonarlo para que se desangre pero de vez en cuando le era divertido renegar un poco. Cuando vino, se presentó él mismo como ofrenda voluntaria, aunque el miedo en su rostro decía lo contrario. Comer era sencillo y placentero: elegía una extremidad y daba un bocado. A veces grande, a veces pequeño pero nunca parpadeaba y los miraba directo a los ojos. Los huesos eran difíciles de roer pero a él siempre le salían dientes nuevos. Algunos aguantaban mucho sin desmayarse aunque otros, como éste, vomitaban cuando llegaba a la rodilla y detestaba que pasara eso. Mientras vomitaba y decía algún tipo de plegaria el Dios Rey estaba empeñado a separar el muslo del hueso y les gritaba a los esclavos que quitaran la última mierda que hizo porque ahí venía más y sus necesidades no esperaban a nadie.

El templo estaba hecho con piedras y sangre, a la vieja usanza de los castillos de antaño. Entre roca y roca se apilaban las manos cercenadas de los que fueron aperitivos, todos con el índice apuntando al que regía el destino. Un niño entró en la nave, a pié desnudo y cubierto de suciedad, de unos 8 años de edad, lungo y atormentado por el terror, se acercó rengueando como pudo con su pierna sana y su muñón.

— Aaaaahh… el Instrumento. Ven aquí.

El Dios Rey lo esperaba con los brazos abiertos y haciéndole señas para que se apurara. Lo alzó al llegar y mirándolo a los ojos le arrancó el último dedo que le había dejado en la mano izquierda. El niño trató de no llorar pero terminó sollozando y agarrándose la muñeca. Ahora el muñón estaba completo, como si de una flor de sangre se tratase.

Los dedos resultaron servir para mucho. Ahora le servían más a él que a sus antigüos dueños. Lo pasó de una mano a la otra, ablandándolo, se lo metió en la boca. Antes de ceder a la tentación de masticarlo lo escupió al piso, cerca del niño arrodillado. Entre mocos y el dolor punzante, soltó su muñeca para recoger lo que su Dios Rey le había devuelto.

— ¿A dónde?

— Al norte.

El mapa del mundo se había hecho cenizas. Las fronteras desaparecieron con el mazazo del hambre y el horizonte existía sólo cuando el Dios Rey marcaba el rumbo.