El dragón en el cielo

La hamaca llegó a lo alto de su curva hasta deternerse por completo y durante ese momento fugaz miró arriba, sin siquiera pestañear, a las figuas que las constelaciones formaban a plena luz del día. Sabía que debajo de él no había un suelo, como en el resto de sus sueños y no le preocupaba. El suspenso en el aire lo mantuvo hasta que inevitablemente el péndulo inició su viaje de regreso, pero sin perder el cielo de vista. Mantuvo fuertes sus manos en las cadenas, hizo un suave movimiento de caderas y levantó los piés hacia arriba para repetir el proceso que le permitiría adueñarse de un paisaje único en sus ojos.

Ve a su madre caminando a lo lejos y una sonrisa transforma su rostro; hay ropa moviéndose al viento sobre la soga a su espalda y el pasto largo cubriéndole las piernas complementan la imagen de su universo; un oasis entre el futuro y el peso del pasado. El sueño de su infancia se repite: el perfume de los árboles baña el aire de la mañana y el rocío perla la superficie de la mañana; ella lo mira en la distancia sin detener su andar lento y le devuelve la sonrisa, una sonrisa hermosa, con sus cabellos castaños peinándose con la brisa y los hombros al descubierto… radiante, con la luz propia de las madres.

Pero el sueño cambió cuando ella gira su cuerpo, buscando la fuente de un sonido, un llamado. La estrella del cielo le habla, le grita: la está mirando con el peso de un dios que le reclama lo que es adeudado. Él sabe que su madre lo ha ocultado de la estrella, que ha venido a buscarlo, y su corazón comienza a latir con fuerza al verla correr en su dirección. Su rostro expresa sentimientos tan fuertes que la desfiguran, de miedo y terror. Cae al piso fulminada y envejecida en un instante, con la piel marchita hasta los huesos y los cabellos blancos, quebrados. Las nubes también se escapan del depredador que aumenta su brillo abarcando cada rincón. Huyen de la bóveda celeste vuelta púrpura y roja después.

Aún sentado en la hamaca, su cuerpo intenta perpetuar el péndulo de su existencia. Siente el cuerpo de su madre no muy lejos tendido en el suelo y trata de ignorar lo visto, pero ya no puede sujetar su angustia. El fuego de la estrella quema ya su piel, la vuelve negra y le duele, y en un último intento de desobediencia no levanta la mirada. Pero un arrebato del corazón hizo que se movieran los hilos que lo ataban a su destino e hizo girar sus ojos hacia ese dios furibundo, lentamente. Sintió sus pupilas atravesadas por la luz que todo lo cubría y todo lo quemaba. Cuando no había nada más que el blanco fulminante abrasando sus cuencas, la hamaca y los huesos de sus manos, la piel desprendiéndose de sus piernas, cuando sintió el abrazo de la estrella en su mente… los tentáculos lejanos del dios lo tomaron y lo obligaron a oir el llamado lejano en la inmensidad: a él lo buscaba, vendría con él hasta donde se encontraba, lo quisiera o no. Nadie iba a impedirlo. Y su mundo desapareció.

Un vacío blanco lo cubría todo, como una nueva existencia dentro de su sueño. No había colores, ni cuerpo, ni luces, ni arriba o abajo. No había recuerdos. Estaba su mente en paz, libre de lastres y cicatrices, bajo la cadencia de su respiración constante. Como marcando el paso lento por un camino que no podía ver, una música primitiva que venía de su interior. Inhalación, pausa, exalación. Inhalación, pausa. Exalación. Un paso a la vez, un golpe del ritmo, acercándose de a poco a un destino en esa huella en medio de la nada. Empezaba a distinguir figuras blancas dentro de ese vacío, perfiles de un lugar a donde debía llegar; golpeteos en los oídos comenzaban a decorar las visiones. Y entonces, le arrebataron de golpe lo poco que tenía, empujaron su mente para elevarla a la velocidad de una explosión, para despertar. Ahora sabía que su destino era despertar.

Se despertó finalmente con un susto luego del segundo o tercer fogonazo de plasma. El pecho le ardía y su corazón latía muy fuerte; le dolía respirar. Oh, sus ojos y dolor… Los crugidos de la estructura inundaban la cabina y sentía las gotas heladas caer en su rostro como una lluvia de agujas; nada de eso era una buena señal en un viaje interestelar. Apenas pudo adivinar lo que estaba ocurriendo: las primeras etapas del ingreso a una atmósfera planetaria habían comenzado. Apenas podía pensar por el ruido de la cabina destartalándose, y el fragor generado por la fricción del mundo en su intento por repeler al extraño era ensordecedor hasta la locura. Sus ojos no dejaban de dolerle y no lograba elevar sus párpados ni distinguir imagen alguna, pero estar despierto significaba el fin del viaje. ¡Había sobrevivido! Y su corazón latía nuevamente luego de 300 años en la negrura del espacio. Rompió a llorar con todas sus fuerzas y sumó su alarido a los sonidos de la nave… un llanto solitario en el espacio de un ser que nacía otra vez. Sintió la soledad como un puño en su corazón y alzó alto su pena como un grito de libertad. Había superado la noche eterna, el vacío entre los mundos. Se forzó a mirar por la escotilla herrumbrada a pesar del dolor y el azul del mar del nuevo planeta le dieron la bienvenida. Apretó con fuerza los párpados y sólo con el tacto controló los seguros de la nave que lo mantendrían a salvo hasta llegar a la superficie, si aún funcionaban. Cruzó sus brazos sobre el pecho, se sujetó de sus hombros y se entregó abiertamente a lo que le deparara el aterrizaje. El casco de la nave se envolvió entera con el velo de fuego que el choque con la atmósfera producía y fulguró orgullosa en su trayectoria al aproximarse a la parte oscura del planeta.



Desde el suelo se podía ver cómo su llegada dibujaba un arco de fuego en el cielo nocturno y las criaturas del mundo se unieron a observar al recién llegado bajar desde lo alto e inalcanzable, ojos beningnos y malignos por igual. Un rumor corrió entre las personas, en la noche en la que nadie durmió: decían que un dragón rojo había cruzado el aire de la noche, que estaba herido de muerte y sangraba a través del firmamento, que sus alas se deshacían. ¿De dónde venía? ¿Traía un mensaje, o era el mensaje? Algunos decían haberlo visto derrumbarse en el suelo en el horizonte y que no se movía. Otros encendieron el fuego, reunieron a sus hijos y jóvenes de otras familias y les relataron historias de otros dragones, miles de años atrás. Historias que hablaban de algo grande que habían olvidado y se había perdido en el tiempo, que era parte de ellos. De todos. Los más viejos escuchaban bajo sus pieles esas historias relatarse una vez más de la boca de sus hijos y evocaban el momento en que ellos lo hicieron en la antigüedad, cómo sus padres lo hicieron con ellos… Quizás el dragón traía una oportunidad para recordar algo más que viejas historias.