El rugido de las olas en el mar me canta una canción que toda mi vida quise entender.
Una vez tuve un hijo. Se llamaba Daniel. Cuando nació supimos que era especial; los doctores también sabían que era especial y no porque fuera el primero.
– Tiene Síndrome de Marshal-Anguer.
No sabíamos nada de esta enfermedad. Nos sonaba tan lejano como los reyes del siglo XVI… y ahora estaba en nuestras vidas. No había cura, ni tratamiento; sólo tratar de hacerle la vida más fácil y soportar los dolores entre todos. La esperanza de vida era muy corta.
Crecimos juntos y aprendimos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?
Pero si bien el síndrome nos privaba de andar en bicicleta o correr o patear pelotas, nos permitió saber que Daniel dibujaba muy bien el mismo patrón en el papel: una línea como horizonte, una parte azul o amarilla y un círculo amarillo. La puerta de la heladera se llenó de estos paisajes.
En las tantas sesiones de kinesiología y revisiones médicas conocí a otros padres con niños que padecían la enfermedad. Había uno en particular, que se reunía con otros padres pero nunca lo veía con un niño. Tampoco hablaba con nosotros más que un saludo, hasta el día que Daniel cumplió 7 años. Como cada 3 días a la semana, ese miércoles estábamos allí por un tobillo rebelde que se resistía a curarse. La torta y las velitas tenían que esperar.
Traté de entablar una conversación casual, más que nada para no ser descortés, pero a mí me cuesta hablar de la lluvia o el calor cuando en realidad no tengo nada qué decir. De todas maneras no estaba logrando obtener su atención porque no sacaba sus ojos de Daniel desde donde estaba sentado.
– Dígame, ¿ya le habló del mar? –me dijo.
Lo miré atontado porque me tomó de sorpresa. Su mirada sin embargo me transmitía que había algo no le permitía dormir bien por las noches.
– ¿Cómo lo sabe?
– Esta enfermedad no es sólo un problema en la sangre. –Me posó muy suave su mano sobre las mías cruzadas– Yo vengo los miércoles y viernes. Hablemos, porque acá no le dirán lo que se.
Lo dejamos a Daniel leyendo una revista de viajes en el hospital, mientras seguían atendiendo su tobillo con magnetos; era viernes. Fuimos con mi esposa al café acordado y ahí estaba esperándonos.
– Por favor, díganos lo que sabe.
– Lo haré, pero sepan que lo hago porque no están solos. Yo no tuve a nadie hace muchos años.
– ¿No había un grupo de padres entonces?
– Sí, pero nadie que hiciera lo que yo hago. Este grupo de padres… es útil para el comienzo, pero nada más.
Mi esposa lloraba adelantándose al final de la historia. Yo también quería hacerlo, pero también quería escucharlo.
– Su hijo no les pertenece. El mar un día se lo llevará.
– … ¿Qué?
No voy a negar que esperaba una fatalidad, pero lo que me dijo no tenía sentido. Nos levantamos y nos fuimos del lugar a buscar a Daniel para irnos a casa. No recuerdo si lo saludé o no; no me importó ser poco cortés.
Me levanté a mitad de la noche, sin haber podido dormir. Me senté en la cama de Daniel y lo miré dormir. Gemía en su ensueño. No parecía una pesadilla, pero le toqué la espalda para que despertara. Abrió los ojos lentamente y de la misma manera, se ayudó con los brazos para sentarse en la cama.
– Soñé con el mar.
– ¿Te gustaría ir a la playa? –me dijo que sí moviendo la cabeza y en silencio.
– Quiero ir a la ciudad que está en el mar.
– ¿Qué ciudad?
– La que vi en mi sueño. Una ciudad de espejos sobre el mar dorado, que me llama.
Y en ese momento sentí, entendí, todo el egoísmo que sienten los padres por sus hijos. Son nuestros tesoros, nuestras vidas… la promesa de la vida renovada. Pero Daniel estaba lejos de tener una vida con nosotros y ese pensamiento comenzó pequeño como una semilla en mi corazón hasta hacerse tan grande como una necesidad.
Pero tardé 2 años más en convencer a mi esposa que dejáramos todo a vivir a la playa.
Cuando llegamos ese domingo a la costa, el viento le acarició el pelo suave en su frente. Daniel sintió el olor a sal y sus ojos se cerraron y respiró tan hondo que una lágrima cayó por su mejilla. Nunca lo habíamos visto llorar, ni por los golpes, ni por hambre cuando era bebé.
Había una tormenta acercándose.
Se acercó de a poco al mar picado. No había nadie en la playa, estábamos solos. Ni siquiera estaba el Sol. A medida que se acercaba, se quitaba la ropa que iba cayendo sobre la arena y desnudo se quedó mirando cómo el cielo se unía con el agua en la distancia, escuchando el romper de las olas.
Un relámpago cayó a pocos metros nuestro, con un estruendo tan fuerte que nos caímos de espalda. La luz me encegueció y no podía ver a Daniel. Aún sonaba el vidrio resquebrajándose en la arena por el calor, cuando por fin pude enfocar mi vista hacia la playa.
Había desaparecido. Sus huellas todavía se las estaba llevando la marea y supimos, sin decirnos una palabra, que nunca lo íbamos a encontrar.
Y luego, pasaron los años. Venimos con mi esposa todas las tardes cuando el Sol cae y las nubes se juntan. Pero no se qué buscamos. Quizás esperamos que también nos vengan a buscar… a todos, porque no estamos solos. Hay más padres en la playa, aquí y allá, algunos jóvenes y otros, viejos. Aprendimos a verlos aunque no nos decimos nada.
Cuando el mar ruge, sólo queremos escuchar.