Bernardo era un tortugo. Era un tortugo porque nació tortugo; y para peor, ¡tortugo de tierra! Su mamá también era una tortuga de tierra y los dos vivían felices comiendo hojitas y flores. También disfrutaban la sombra de los árboles que crecían cerca del río que pasaba por ahí, pero su mamá no le dejaba acercarse mucho.
– ¡Bernardo! ¡No te acerques al río!
– ¿Por qué no, mami?
– Porque somos tortugas de tierra… ¡y nadar no es cosa de tortugas de tierra!
Y Bernardo se iba con su mamá porque siempre, siempre, le hacía caso.
Un día llovió mucho, ¡un montón! Tanto que se formaron charquitos de todos los tamaños y a Bernardo le dieron ganas tremendas de mojarse las patas. Pero ¡qué susto! ¡El charquito donde se metió no era un charquito! ¡era un charco enorme! Bernardo estaba por llamar a su mamá para que lo ayude pero descubrió algo rarísimo: si movía las patas, ¡podía flotar!
– ¡Hola! ¿Sos nuevo en el charco? –le preguntó un pez.
– No, me caí. ¿Vos quién sos? ¿Acaso vivís acá?
– Soy Pedro y vivo en el río. La lluvia me trajo hasta acá y no puedo volver. ¿Me ayudás a ir con mi familia?
– ¡Claro que sí!
Bernardo levantó a Pedro muy suave con la boca y lo puso en su lomo.
– ¡Agarrate fuerte! –le dijo Bernardo a Pedro.
Y juntos, se fueron para el río. ¡Bernardo iba rapidísimo! Casi tan rápido como cien pasitos por hora… y para las tortugas, eso es muy rápido.
Pero cuando llegaron al río, Bernardo se acordó de lo que le decía su mamá: “nadar no es para tortugas”.
– ¡Vos sí podés nadar, Bernardo! –le dijo Pedro–. Sólo tenés que confiar en vos mismo y lo podrás hacer. ¡Allá está mi mamá!
Bernardo respiró hondo, cerró los ojos y… ¡SPLASH! ¡Se tiró de pecho al río! Nadaba moviendo sus patas: primero las de adelante y luego las de atrás. Así ayudó a su amigo Pedro que ahora se iba con su mamá, pero antes de irse le agradeció y prometió volver al otro día, para jugar juntos en la orilla.
Saliendo del agua lo encontró su mamá:
– Vi que ayudaste a tu amigo para que se encuentre con su familia. ¡Es porque tenés un gran corazón! Pero nadar… eso sí que nunca lo había visto.
– ¡Sí se puede, mami! ¡Podemos aprender! A nadar y mucho más.
A partir de entonces, pasaron las tardecitas de calor en la orilla del río, nadando y tomando solcito, compartiendo su amistad con Pedro ¡y haciendo su familia más grande!
Fin.