Bebí lo que quedaba del vaso de whiskey de un golpe y uno de los hielos terminó en mi boca. La sensación de frío me inundó y se me nubló el juicio un poco más. Cuando mi esposa bajó de las escaleras yo ya tenía el arma en la mano, esperando.
Había estado mirando el espejo de bronce por horas. El espejo de mi padre, el único valor que ese loco me dejó cuando murió, ahora estaba en el living de mi casa arruinando el poco espacio que teníamos. Sentía un aura de demencia sofocando el aire que lo rodeaba.
Me levanté y tropecé con el sillón pero no dejé caer el arma. El sudor me entraba en los ojos y me picaban, eso me hacía enojar más.
– Vamos a dar un paseo –le dije. Cuando vio el arma en mi mano izquierda, el aire abandonó su cuerpo en forma de suspiro.
Arrastré conmigo el espejo hasta el patio. La noche estaba límpida y el rocío de la madrugada comenzaba a mojar las hojas de los árboles. La tomé con fuerza por el pelo y la hice mirar de frente el espejo.
– ¿Qué ves? ¡Dije qué ves!
– Apenas veo algo, está- ¡AY! Está muy manchado.
– Yo veo que los fantasmas del pasado son reales. ¿No lo ves? Lo veo al puto de mi padre diciéndome que soy una basura como lo hacía cuando era un niño. Dice que por mi culpa se murió… ¡ME DICE QUE ME ESTÁS ENGAÑANDO OTRA VEZ!
– Javi, no por favor… yo no hice eso. Ya vamos a conseguir el dinero para tus medicamentos.
Mi madre también decía cosas al azar para que mi padre dejara de pegarle. Decía que estaba loco cuando se dormía luego de emborracharse, luego de golpearme hasta sangrar, en algún intento inútil de disculpa ajena. La hija de puta también se mató cuando tuvo la oportunidad: se ahorcó del tirante del techo, con el espejo repitiendo la imagen grotesca.
Con mis 16 años me fui de esa casa y quise prenderla fuego, pero no sabía cómo. Pensé que había sobrevivido a ese pasado cuando cumplí 30 años sin pegarme un tiro en la sien o haberme tirado a las vías del tren, pero todo había sido magia de las drogas. Ya no me alcanzaba con lo que robaba y ahora, con un bebé en camino, todo el dinero se iba allí. Maldita sea, ni siquiera estaba seguro de que fuese mío… La desgracia me seguía persiguiendo de una forma u otra. Ni siquiera amaba a Julieta cuando estaba conmigo, sólo en las ausencias.
– ¡No quiero más remedios! ¡No quiero nada de todo esto!
La golpeé en la cara y cayó al suelo. La vi agarrarse del vientre para protegerlo y en un arrebato de cordura sentí algo parecido al remordimiento. Como un momento eterno mis ojos rebotaban de Julieta al espejo, del espejo a Julieta y de vuelta al espejo hasta que vi la silueta de mis padres mirando por el vidrio manchado. Levanté el arma y disparé.
El espejó estalló en nuestra dirección llenando el aire y el suelo de astillas de todos los tamaños. Me tapé los ojos pero Julieta fue más rápida y tomó una astilla y me la clavó en la ingle. Caí de espaldas, con mi sangre abandonando el cuerpo por la herida con mucha rapidez.
– ¡VOS TAMBIÉN MORITE LOCO DE MIERDAAA!
Me quedé mirando el cielo sintiendo cada vez más frío. La sangre caliente formaba un charco bajo mi espalda. Giré mi cabeza y la vi a Julieta aún con la astilla en la mano y me miraba; en su brazo derecho tenía dos cicatrices largas y con la mano izquierda se cortaba para crear una tercera.
Fin.