El tren de los muertos

Por Ariel Gerardo Ríos / 2019-12-21 00:08:00 -0300 Arte de artstation.com/muyoung ficción

La estación de tren le hacía frente al viento constante, de lado. Tanto años haciéndolo había dejado al descubierto los ladrillos que formaban la estructura y cada día que pasaba el grosor de éstos iba disminuyendo un poco más. El polvo en el aire también borraba las huellas que un niño y su abuelo dejaban en el suelo reseco, dirigiéndose a la estación. El abuelo llevaba en sus brazos un cuerpo envuelto en telas; los dos, cargaban una gran pena en su corazón.

Cuando llegaron, el abuelo dejó el cuerpo en el suelo, al lado del único asiento de la estación. Se sentaron y la distancia que separaba al niño de su abuelo era más profunda que el espacio que había entre ellos en la tabla que compartían. Era un abismo abierto en la tela que la vida construye y une, destrozada por la puñalada certera de la muerte cercana, que se lleva lo más valioso y deja a los vivos a la merced de su dolor.

Los ojos del niño estaban rojos de tanto llorar, aunque ahora estaba sereno. Trataba de mantener la espalda recta y el semblante serio, como le había enseñado su mamá. Su abuelo tenía el ceño fruncido: era la segunda vez que tenía que esperar el tren antes de tiempo y sentía arrebatos de bronca, de no respetar a nadie, de no estar ahí… Se esforzaba para no mostrarle esa faceta a su nieto. Y le costaba horrores.

Las vías chillaron llevando las vibraciones de la distancia. Un punto gris plateado en el horizonte fue creciendo e imponiendo su tamaño, su sonido y su color. Detuvo su trompa frente a los dos que le aguardaban, envuelto en una nube de polvo, vapor y humo de los motores.

Dos puertas se abrieron y dieron lugar a pasarelas que bajaron hasta el piso; de la primera bajó el piloto, un sacerdote, cubierto con una túnica que le llegaba a los pies y ocultaba su rostro bajo una holgada capucha. Hizo una sutil reverencia, a distancia prudencial.

– Honramos los muertos que la Gran Llama de los Antiguos nos reclama.

– Sí… Por supuesto que sí –dijo el abuelo del niño con una carga grande de ironía.

El sacerdote frunció el ceño ante tanta falta de respeto, pero no dijo nada. ¿Qué podía esperarse de esta gente ignorante? No podrían entender el trabajo que estaba realizando y su importancia para los que quedaban. Tampoco tenía las agallas para entablar una discusión.

El abuelo del niño tomó el cuerpo de su hija con la suavidad que recordaba haberla tomado en brazos cuando la vio nacer y no pudo disimularlo más. Recorrió el camino hasta la segunda puerta del tren y sus lágrimas buscaron el suyo hacia el piso. Sentía los ojos furiosos del sacerdote clavados en su espalda y escuchaba el llanto del niño al que ya no le preocupaba tanto estar derecho. “Estos pasos quedarán en su memoria para siempre” pensaba; “qué raros somos, eligiendo lo que se nos graba a fuego en la memoria. Yo no recuerdo cuándo fue su última sonrisa”.

El tren cerró la puerta guardando lentamente su cargamento. El piloto, antes de irse, debía decirle las palabras finales del ritual, pero el abuelo del niño nunca dejó de darle la espalda. Lo dejó sin más, entendía el mensaje. Pero antes de dar los últimos pasos sobre la pasarela, el niño se le acercó con algo en la mano:

– Señor. ¿Puedo pedirle algo? ¿Puede llevarle esta carta a mi mamá?


El sacerdote acomodó su túnica antes de sentarse y accionar los controles que ponían el tren en movimiento. Arrancó lentamente pero con aceleración constante y muy pronto dejó atrás a la pareja para que resolviera lo que la vida les deparara. En ese aspecto, él no tenía nada qué aportar.

La velocidad transformaba el paisaje de una manera particular y la familiaridad de la tierra en movimiento hipnotizaba los pensamientos del sacerdote. Suspiró fuerte porque, a fin de cuentas, no había salido tan mal el trato con los lugareños. Quedaba una travesía de varias horas, hasta el anochecer, antes de llegar a la ciudad de los Antiguos y era un buen momento para meditar.

Ese anciano tan descarado y el niño atrevido desviaban sus pensamientos. Los ojos cerrados y las manos cruzadas intentaban protegerlo del exterior para llevarlo a buscar la paz para su cuerpo… pero la carta que había quedado arrojada sin importancia en un costado hacía que abriera sus ojos y la mirara con curiosidad. Luego de varios intentos sin lograr concentrarse abandonó la rutina y estiró su brazo para alcanzar el papel que el niño le había entregado.

La abrió lentamente, al principio dudando si debía, pero una vez decidido leyó el contenido. Lo leyó otra vez y en cada oración encontraba lo que la meditación le daba a cuentagotas para continuar con su rutina. Leía las palabras y encontraba lo perdido: un poco de su inocencia era compartida, pero también había lo cotidiano, aunque renacido. Dobló la carta lentamente y la sostuvo con ambas manos, protegiéndola. El rumor de la maquinaria alrededor suyo era suave como un murmullo de una voz que no se detenía a tomar aire e invitaba a inundarse de recuerdos.

Quedóse pensando en su infancia y en su imaginario al querer unir de vuelta al mundo, fracturado por el veneno que las guerras de antaño mojaron la tierra para quedarse por miles de años. Una sonrisa a medias ablandó su rostro al recordar su decepción cuando entendió que iba a transportar muertos toda su vida: esa era la misión de los sacerdotes. Le habían enseñado que el miedo era su herramienta más útil: “temerle a los Antiguos, alejarse de las personas de los pueblos” eran las reglas básicas de su religión y había abrazado el concepto sin miramientos. Se convirtió en adulto, los Antiguos no reclamaron su cuerpo pero le encargaron que llevara los de otros; la doctrina que había elegido para ayudar le exigieron abandonar la esperanza de su juventud.

Sentía que el niño era un símbolo. La visita de sus sueños abandonados: “¿por qué nos abandonaste?”.

Una luz parpadeante acompañada de un sonido agudo le dio aviso de que la ciudad se aproximaba. Se puso de pie y vio por una ventana del compartimento cómo un semicírculo completamente blanco y brillante se abría paso a lo lejos en la noche sin estrellas. Partían y llegaban trenes desde todas y a todas direcciones.

Ya no era la misma persona que había abordado ese tren unas horas antes.


El tren llegó a la estación de la ciudad y era completamente blanca, impoluta. Las puertas se abrieron y el cargamento fue retirado por otras máquinas sin que nadie interviniera. El sacerdote bajó de su compartimiento y observó el proceso que ya le era común pero esta vez esperaba algo diferente, aunque no sabía qué.

Entonces oyó que alguien se acercaba; eran los Antiguos. Eran como él aunque ligeramente diferentes: vestidos completamente de blanco, con una tela que les tapaba tanto la boca como la nariz. Los ojos eran más grandes de lo normal. Había escuchado a otros sacerdotes cuchichear hacía muchos años que ellos eran los responsables de lo que le pasaba al mundo y por eso buscaban la cura de la enfermedad que los acuciaba. Que de tanta culpa y estar ocultos su cuerpo había cambiado, pero nadie lo sabía con certeza.

No estaba permitido hablar con los Antiguos, pero era evidente que sabían que tenía algo para ellos. El sacerdote también sabía que debía entregar su carga e irse de inmediato… pero ahí estaba, no podía. Aunque hubiese podido hablar no habría sabido qué decirles, así que sólo tendió la carta del niño que trajo consigo e hizo una reverencia. Se retiró rápidamente a su habitáculo sintiendo una vergüenza tremenda: se había comportado como un niño, cedió a su curiosidad.

Mientras el tren se desplazaba en dirección contraria a la que había llegado, preparándose para el viaje de regreso, miró por la ventana a los Antiguos que se reunían para ver lo que les había entregado. Todos, al mismo tiempo, lo miraron y le hicieron una reverencia. Su corazón se llenó de júbilo cuando entendió que un puente entre los hombres se había tendido, el primero desde hacía mucho tiempo.

Fin.