El loco Joaquín - Parte II
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Salió presuroso de aprovechar la mañana, aunque el concepto de la mañana no era el mismo que el de los demás; fue el último en comprar los víveres en el almacén, porque ya estaban cerrando los negocios. Cuando volvía, marcando con el bastón el tercer golpe que faltaba a su andar, sentía el bullicio de la gente que habla por hablar hasta que escuchó su nombre. Que ya no era el mismo Joaquín, que se estaba ganando un nuevo apodo del cual nada quería saber. Que sus pasos eran más cortos que antes y el bastón podía escucharse a la distancia. Que el mar le había arrebatado algo más que un pié sano.
Zigzageaba en el camino entre las calles, esquivando gente sin mirarlas a la cara hasta que en un momento, estuvo solo, y como una ola que a uno le arrebata el equilibrio en la playa sin aviso, un pensamiento en su mente le robó un poco de la cordura a cambio de un propósito. Ya está decidido dijo en voz alta al público ausente que lo rodeaba. Que no se diga que el hijo de su padre, que construyó su propia casa dos veces (la última por aburrimiento), iba a morir entre esas ruinas.
Iba a construir su hogar hoy mismo.
“Si vas a ahorrar, ahorrá en materiales” le decía su padre y así lo hizo durante 15 años, esperando que emergiera del suelo la ansiada familia y la necesidad para empezar. Pero la familia nunca apareció y lo que más se le pareció a una, deambulaba con dos mocositos muy ruidosos y un sombrero de ala muy grande que le ayudaba a esquivar su mirada.
El terreno asomó y parecía que los montones de material habían escuchado su pensamiento; sentía la mirada de la arena y los ladrillos clavarse en la bolsa que colgaba de su mano izquierda y sintió culpa de tener que almorzar. Si un viejo necesita dormir poco, entonces también necesita comer menos se justificó y dejó tiró la bolsa sobre la mesa. Miró hacia el público que lo rodeaba: bolsas de cemento, piedras, arena, más piedras y ladrillos… todos inanimados pero ansiosos y con ojos que le devolvían la mirada. “Al fin llegó el momento” le decían y lo escuchaba y asentía en silencio. Si se dió cuenta que estaba perdiendo los estribos, no pareció preocuparle.
Empezó con los cimientos, luego levantó las columnas y los vestigios de un techo aparecieron luego de 2 semanas. Era por fin domingo por la mañana y fue al puerto como de costumbre a esperar a Juan Carlos pero el Sol no trajo su barco esta vez como le había dicho su instinto. El cielo se oscureció y la Luna sólo iluminaba las aguas del mar, burlándose de las cadenas que lo ataban. Puteando en voz alta y pateando los perros del puerto le dio la espalda al agua y acusando la ausencia de su amigo con el dedo contra la oscuridad fue dándole un poquito más de fuerza a aquél apodo que no quería oír.