Amor, ámame

El precio a pagar por un amor puede ser muy alto.

Por Ariel Gerardo Ríos / 2019-11-18 01:22:00 -0300 Arte de www.artstation.com/ramontd ficción

Cuando el mundo era infinito y estaba lleno de magia y oscuridad, cuando los bordes de los países sólo existían en la mente de las personas, había un príncipe que lo tenía todo. Era joven y su ambición también; conquistó tierras nuevas, esclavizó a sus enemigos, trazó alianzas. Contrajo matrimonio con una mujer que le dio todo, hijos, devoción sumisa. Aunque el amor… nunca hubo amor para el príncipe.

– Todo mi reino es para tí, mi ejército, mi espada. ¿Acaso este príncipe, que ha dibujado el mapa del mundo desde sus cenizas, no es digno de tu amor?

– Mi señor, tú eres todo lo que una princesa podría desear. Pero la mujer que hay debajo de estos atavíos no encuentra lo que busca en tu piel y nunca lo hará.

El príncipe volvió la furia de su frustración fuera de los portones de su castillo, hacia nuevos enemigos y barrió los límites del mundo aún más allá. Tan lejos llegó en su obsesión que encontró un agujero en el mundo que nadie se atrevía a entrar. Una bruja, decían, habitaba en el claro donde no crecía ni la maleza. Sus hombres se negaban a atravesar los límites de esos campos, ni siquiera luego de amenazarlos de muerte.

– El precio a pagar por atravesar sus tierras es muy alto, mi señor. Si no nos vamos pronto de aquí todos estaremos malditos.

Pero el príncipe, ahora rey, sólo conocía una mujer que lo venciera y no permitiría que otra lo hiciera en la guerra, algo que él sabía hacer muy bien. Bajó de su caballo, se dirigió a la destartalada cabaña del claro que se interponía en su conquista con su espada en la mano, dispuesto a terminar con quien sea que fuera esta bruja.

Entró en la cabaña pateando la puerta con la fuerza de su juventud y sintió cómo el paso trémulo y sutil del mundo se detuvo. La oscuridad dentro del lugar, vacío, envolvía cada rincón y la silueta de una vieja sentada en el suelo se perfilaba a través del fuego que tenía delante. Paró en seco cuando escuchó su voz:

– El Rey Que Camina Solo, te llaman. Se a qué has venido.

– Mejor así, bruja. No te interpondrás ante mi destino.

– Nunca haría eso, mi señor. Tu destino está aquí ahora y tengo lo que necesitas para que tu esposa te ame.

El rey sostuvo en alto su espada mirando los pocos cabellos que salían del cráneo de la mujer y dudó. La espada bajó lentamente con intención de descansar en el suelo.

– Habla.

– Todos tienen un precio que pagar. Tráeme lo que necesito para seguir viviendo en este mundo y el amor de tu esposa será tuyo.

El rey abandonó la cabaña hacia su ejército que lo esperaba impaciente y sintió las miradas de todos los hombres sobre él. Percibió la armadura y la espada más pesadas a su paso y cuando finalmente entró a su tienda, vió en un espejo a un hombre envejecido; alguien parecido a él pero con canas en su barba y en sus cabellos largos hasta los hombros. Estar en ese lugar lo había envejecido en un instante.

Cayó la noche alrededor de la cabaña sitiada. El rey reunió a sus hombres y les pidió que pagaran el precio de su lealtad.

Al despuntar el alba, los sonidos que inundaban el lugar eran gemidos de dolor y el zumbido de las moscas sobre la carne. Cuando el Sol estuvo en lo más alto en el cielo y el cuerpo del rey no arrojaba sombra, volvió a dirigirse a la choza de la bruja. Lo acompañaba su caballo pero no cargaba con él sino con el botín solicitado.

– ¡Bruja! ¡¿Dónde estás?! Tengo el botín. Mil hombres, dos mil ojos… todos mis soldados están ciegos. Ahora, dame lo que es mío.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la noche interior, encontró a la bruja frente al fuego en el mismo lugar. Dentro de la cabaña todo era oscuridad, el mundo se detenía en esa habitación. La mujer se dió vuelta muy lentamente: en vez de ojos, tenía huecos profundos, negros y enormes. Sonrió hasta mostrar los dientes y una carcajada seca y profunda llenó ese vacío durante un momento que parecía interminable.

– Acércate –dijo la mujer. Se levantó con dificultad.

Puso una mano huesuda y de uñas negras en pecho del rey.

– Está hecho. Ve, tu esposa te espera.

Y el rey emprendió el camino de vuelta a su castillo, dejando atrás un campo lleno de hombres desechos. Volvió victorioso, solo y anciano, con sus cabellos y barbas completamente blancos, pero su esposa lo reconoció y desde ese día lo amó como la bruja había prometido y el amor fue real, fue constante, fue todos y cada uno de los días, sin pausa.

Nació un apodo en las tierras de su reino: El Rey Que Camina Solo.

El tiempo siguió su curso. Los hijos crecieron y luego tuvieron sus hijos. Su esposa envejeció con él. Fueron muy felices. Pero… los años siguieron pasando. Su esposa envejeció y murió, sus nietos crecieron y tuvieron hijos, luego sus hijos murieron. Él seguía siendo un anciano, pero vivo. Cuando entonces se volvió un lejano pariente, comenzó a recluirse en una torre alejada del castillo, pero incluso llegó el día en el que ya nadie recordaba en todo el reino quién era siquiera. Fue el día en que decidió marcharse en búsqueda de la bruja y de alguna forma de morir.

El tiempo nunca se detuvo. El reino cayó, otros se erigieron y también cayeron, luego otros se levantaron y también cayeron. Los años se repetían y el mundo cambiaba con él y de a poco perdía su magia: pueblos, luego ciudades cada vez más grandes, cortando sin piedad la corteza impenetrable del suelo. Todo alrededor nacía, crecía, cambiaba y moría, pero no el viejo rey que recorría los extremos del mundo escapando de la gente. Los Humanos se expandieron para cubrir casi todo el globo, llenaron el cielo nocturno de luces y aparatos que lo recorrían de un extremo al otro. Máquinas que se dirigían a las estrellas llevaban hombres a buscar a sus dioses y encontrar respuestas… pero el viejo rey aún buscaba a su bruja, que se había llevado los ojos de sus hombres y la muerte de su cuerpo.

Pero los hombres que quedaron no parecieron satisfechos con las respuestas que le arrebataron a las estrellas porque siguieron luchando unos contra otros. Desataron guerras que barrieron las ciudades que los enorgullecía. De a poco, los aparatos que llevaron al cielo como ofrendas a sus dioses fueron cayendo uno tras otro de vuelta a la vieja tierra. Pero el rey… aún buscaba a la bruja. Nada más le importaba.

Así, El Rey Que Camina Solo recuperó su nombre: el último hombre en todo el mundo que aún caminaba en su suelo envenenado y destruido, entre la bruma de las ruinas; aún le queda mucho camino por recorrer. Nadie pagó un precio tan alto como él.

Fin.