La red del pescador cae con destreza en el agua moviendo la sutil superficie. En su bote, al pié de la muralla que se eleva 30 metros, lleva adelante su rutina diaria; una vida sin sobresaltos, tranquila, igual que la brisa fría característica de las tierras centrales. La muralla es lo que se alcanza a ver del castillo que vigila las aguas que llegan hasta las montañas, porque estaban en guerra, aunque la gente del pueblo no había derramado una gota de sangre en más de 80 años. Eso, sin embargo, estaba a punto de cambiar.
El soldado caminaba deprisa. Había desmontado el caballo hacía sólo minutos y traía un mensaje con suma importancia. A su paso dejaba rastros de barro del bosque de nísperos y álamos que aún tenía pegado en las botas de su armadura. Llegó a la sala del rey acompañado por dos guardias que lo siguieron desde la entrada al castillo y estaba más ansioso de lo que esperaba.
– Mi señor, lo tenemos –dijo hincando una rodilla en el suelo y llevando un puño al pecho.
El rey se volvió lentamente dejando de mirar el papel que tenía en sus manos. No estaba solo, por supuesto: sus súbditos más fieles y confidentes compartían la estancia. La guerra tenía demasiados frentes que sin ayuda no podía controlar.
– Al fin. Preparen mi caballo, nos vamos a su encuentro. Avísenle al sacerdote que nos alcance en el camino.
– Alteza, con gusto oficiaremos de testigos para celebrar la conquista con los dioses de nuestro lado.
– Claro. Casi lo olvidaba –dijo el rey con la mirada perdida en otra parte. Habían cuestiones que turbaban su pensamiento más que consentir a los dioses: jamás había estado entre su prioridades.
Su hijo le habría planteado una larga discusión sobre el sentido de las acciones que estaba a punto de realizar y siempre terminaban en un grito de silencio de su parte. Con el sol de la tarde de frente, sintió su presencia a su lado, pero el caballo iba solitario en medio de una comitiva pequeña: el soldado por delante marcando el camino y los fieles nobles por detrás. Años habían pasado desde la última vez que lo vio y la herida más grande no era la ausencia, sino descubrir que los unía todas esas cosas que no tenían en común.
Los dos de atrás que cerraban la marcha intercambiaban miradas cada tanto.
Llegaron a lo que quedaba del Bosque de los Susurros. Los álamos gigantes se perdían en la altura y cortaban el viento con un aullido tan claro que parecía que hablaban entre sí. Aún quedaban algunos troncos aquí y allá de los nísperos milenarios que antes ocupaban toda esta tierra, hasta que su padre llegó con su conquista, arrasando toda la extensión de los árboles y la gente que vivía en él. Sólo dejó unas hectáreas a forma de burla hacia los lugareños: a partir de entonces se llamaría el Bosque de los Decapitados.
Nunca encontraron al sacerdote en el camino. Cuando llegaron al tocón para los decapitados ya estaba ahí, sentado y arrancándole lo que le quedaba de carne a una pata de cerdo. La impresión que daba es que la situación le importaba una mierda… Y era cierto.
– ¿Podrías por lo menos ponerte de pié? Su alteza ya está con nosotros –dijo uno de los nobles pateando el tronco donde estaba sentado el religioso– ¿Tienes afilada la espada por lo menos?
– Yo siempre cumplo con mi trabajo antes de comer.
Tiró el hueso con un envión del brazo y se puso la capa abrochada al cuello que lo identificaba como oficiante de la ceremonia. Mientras, el tercero traía al prisionero encapuchado. Una vez frente al tocón, le pateó las rodillas para que se agachara y golpeara su cara contra la superficie de madera; las manos atadas las agarraba con fuerza con el brazo que no sostenía el vino.
– Jajaja… Me encanta hacerlos besar la mesa de las cabezas. ¿Ves la sangre de ahí, hijo de puta? Es la de tus seguidores. Eran todos unos cobardes: los hombres gritaron más fuerte que las mujeres y los niños.
A todo ésto, el rey miraba la faena pero no mostraba ningún interés en participar. Guardaba silencio, después de todo, estos hombres hacían todo el trabajo sucio que era necesario. La guerra que llevó a la gloria al reino de su padre nunca había terminado pero él nunca había empezado. Encontró la forma de no ensuciarse sus manos con las de terceros y mantenerse al margen de cortar cabezas, con un módico precio de vergüenza, aunque matar al líder de sus enemigos era ineludible. Era la religión la que lo mandaba.
– La espada de su padre, mi señor, limpia de la sangre de sus enemigos. Está hambrienta y busca saciar otra vez su sed de venganza contra los que quieren ver el fin de vuestro linaje.
– Quítenle la capucha. Quiero ver los ojos del hombre que va a morir. Era lo que siempre decía mi padre.
Hubo un intercambio rápido de miradas entre los nobles, pero ninguno dio un paso para hacer el mandato.
– Mi señor, no es necesario hacerl…
– ¡Dije que quiero hacerlo como lo hacía mi padre! ¡AHORA!
La capucha que se retiraba dio paso a un rostro, con la sangre que le corría desde la nariz hasta el mentón. Tenía un ojo tan morado que no podía abrirlo y más marcas de una paliza anterior. La noche ya había caído en el bosque y alguien prendió unas antorchas sin que se lo pidiesen. El prisionero miró a los que lo rodeaban y fijó su mirada en el rey.
– ¿Qué… Qué es esto? ¿Qué haces aquí? –dijo el rey.
CONTINÚA en “La guerra interior - Parte II”.
El mapa fue creado mediante Fantasy Map Generator.