Esta historia comienza en “La guerra interior - Parte I”.
– Vine por tí. Estás en pelig– ¡HUGH!
– ¡SILENCIO! –dijo el que le propinó la patada, que estaba detrás de él– Maldita basura, los tuyos sólo saben envenenar oídos.
El hombre tendría unos 30 años, el pelo revuelto y grasiento se le pegaba en la frente por la sangre seca. Volvió a mirar al rey, no mostraba miedo alguno a la muerte.
– Me dijeron que eras el líder de los Stilgulfeos. ¿A qué has venido, luego de tantos años?
– ¡OH DIOSES! ¡Disculpen la imprudencia de mi señor! –gritó el sacerdote. El rey levantó la hoja de la espada a la altura de la nariz del religioso.
– No vuelvas a hablar en mi presencia hasta que yo te lo diga o primero cortaré tu cabeza.
El sacerdote hizo una reverencia y retrocedió unos pasos. A pesar de la amenaza algo se le antojaba muy gracioso y lo hizo evidente con su sonrisa.
– Nunca esperé así tu regreso. ¡Habla!
– Vengo desde detrás de las montañas, desde Bronzegbu, más allá de la llanura de Moster. Por favor, abandona esta locura, te están mintiendo. Sí, me uní a los Stilgulfeos pero para saber de tí. Nunca han visto un soldado de nuestra gente… ¡Apenas saben que existimos! Ven conmigo, ¡Van a matarte!
– Mi señor, no pierda tiempo con esta escoria de Stilgulf. Él ya no es su hijo, mire las trenzas de su nuevo linaje, se ha unido a-
– ¿Lo sabías? ¿¿Sabías que era mi hijo y no me avisaron??
– Lo importante, es que la guerra está a punto de acabar. ¿No es eso lo que su padre luchó toda la vida, mi señor?
El rey miró fijo al noble y bajó la espada. El silencio en el ambiente se interrumpía con el crepitar de las antorchas.
– Hagámoslo.
– ¿Qué…? –el hijo del rey estaba más sorprendido por la incredulidad de su padre que por la muerte que se le cernía encima. El noble volvió a echar su peso sobre la espalda del muchacho y dejar descubierto su cuello.
– Tantos años abandonado… Una guerra que parece interminable… Todo ésto se acaba aquí y ahora.
El rey en su posición, dos nobles como testigos y un sacerdote que elevaba las plegarias que el ritual de decapitación exigía. Una escena que se hacía cada vez más larga a medida que el puño de la espada subía por arriba de la cabeza del rey.
Y entonces, bajó.
Una, dos, tres veces cortó el silencio y en el aire volaron las gotas de sangre.
El cuerpo del muchacho quedó inerte sobre el tronco. Sólo cuando los cadáveres cayeron al piso al unísono fue que abrió los ojos. Su padre, de pié con la espada aún en la mano, respiraba agitado y profundo, con la mirada perdida en otra parte, una vez más.
– Mi padre estaba loco. Sólo quería ver sangre correr, de quien sea. Se que más de una vez pensó en hacerme daño sólo para saciar su guerra interior. Ahorcó a mi madre por decir tus mismas palabras, por protegerme. Para él, todos éramos el enemigo. Esta espada hizo correr más sangre dentro mi familia que en cualquier otra.
Y la espada cayó al piso haciendo un sonido opaco, indiferente.
– Nunca tuve el valor. Hace unos días, un primo de tu madre llegó por las alcantarillas del castillo; vivía en el extremo del imperio. Trajo consigo los cabellos de su esposa e hija envueltos en una tela mugrienta. Estaban muertas. “El imperio está muerto” me dijo y yo le dí la espalda.
Cortó los lazos para liberar a su hijo y lo ayudó a ponerse de pié. Se miraron por un momento, el rey tomó el rostro amado entre sus manos y lo abrazó. Al separarse, ambos vieron a lo lejos el resplandor del incendio que venía del castillo.
– Pensé que esta noche iba a morir. Lo deseaba. Sin tí, esta farsa no tenía sentido. Yo quería un mundo diferente, pero me dejé llevar por lo absurdo de la religión.
– Ven conmigo. El mundo es grande; aún podemos hacer las cosas de modo diferente.
– No. Sólo seré un lastre, no podrás llegar muy lejos. Ahora que se que estás vivo, tengo mi primera batalla que pelear.
Levantó la espada del piso, era la única testigo silenciosa en el bosque.
– ¡Vete! ¡Vamos, vete! –dijo el rey.
– Te recordaré –dijo el muchacho luego de unos momentos–. Le contaré a mis hijos de tí: que fuiste valiente, que cambiaste mi destino. Gracias.
Y se marchó entre la oscuridad de los nísperos. El rey meditó unos momentos en silencio, caminando en círculos y luego se acercó a una antorcha para quemar la sangre que todavía yacía fresca en la espada. El brillo del metal había desaparecido por el residuo del fuego y no podía ver su propio reflejo en él. Era lo que quería.
Sabía lo que tenía que hacer.
FIN.