Cartas para mis amores - Parte I

Por Ariel Gerardo Ríos / 2020-01-26 14:48:00 -0300 Arte de artstation.com/genkisama ficción

El mundo dejó de ser un blanco brillante, absoluto, silencioso y obtuvo de nuevo sus colores y sonidos. Respiraba, y lo hizo 3 veces seguidas llenando sus pulmones con fuerza, sólo para asegurarse. Lentamente sus ojos volvieron a funcionar y se percataron del planeta aproximándose; sus oídos también volvieron a funcionar y la urgencia de varias alarmas le confirmaron que algo no estaba bien.

Los detalles del viaje translumínico no eran de su entendimiento pero pudo determinar que antes o durante la etapa de materialización golpearon con algo. El descenso al planeta era inevitable e incontrolable. El piloto, que había vuelto a vivir luego de 200 años de inconsciencia, se enfrentaba otra vez a la posibilidad de la muerte. Sentía gratitud por su nave: lo protegió durante tanto tiempo pero ahora se estaba muriendo. El contacto con la atmósfera a tan alta velocidad comenzó a incinerar la capa exterior de la dañada nave, desarmándola cada vez más. El piloto cruzó sus brazos tomándose por los hombros y cerró los ojos; les deseó buena suerte a los dos.

El rayo centelleante cortaba las nubes a través de su viaje, que envolvían casi todo el globo, como si protegiera lo que había en su interior. La luz hizo de día el hemisferio sumido en la oscuridad durante tantos momentos que el sueño de los seres que yacían en el suelo fue interrumpido y sus ojos siguieron el trayecto en el cielo de algo que sólo conocían por leyendas. A medida que aquello desaparecía en el horizonte, otros fuegos se encendieron en el suelo para contar las historias de épocas terribles. Un Dragón Rojo había llegado; tiempos difíciles era su mensaje.

El ruido apabullante y el temblor en el suelo dejó bastante claro que lo que sucedía no era otra tormenta. La cueva que protegía a Zihrâ le había arrebatado el espectáculo del cielo pero ahora, en la tierra y no muy lejos, había algo que se consumía en las llamas. Lo medió unos instantes: podía ser una trampa… pero, sea lo que fuese, era muy grande. Se mordió el labio viendo la distancia. Tomó coraje y su mochila, se colocó la capucha y se dirigió al lugar.

Ente los restos encontró a un hombre, atado a una silla que parecía hecha sólo para él. Estaba solo o eso parecía… Su piel era más oscura, casi azulada; Zihrâ nunca había visto a alguien así. ¿Estará enfermo? Fue su primer pensamiento y dudó siquiera en tocarlo hasta que una explosión inició un fuego aún más vivo dentro de la estructura. Cortó las cuerdas con su cuchillo y no lo pensó más.

Afuera, lo recostó en el suelo. Murmuraba algo que no podía entender. Era muy pesado para llevarlo más lejos y sin embargo no tenían tiempo que perder. La herida profunda en su pierna despertó la ansiedad que aún tenía apaciguada en su interior.

– Bebe. Está filtrada –le dijo sosteniendo su cabeza y vertiendo su cantimplora en los labios–. Soy Zihrâ. ¿Tienes nombre?

– R-Ragem.

– Ragem. Tenemos que irnos, aquí estamos en peligro. ¿Puedes caminar?

– ¡No siento mis piernas!

Murmullos de otras personas llamaron su atención. Tenía que tomar una decisión y rápido. Miró al extraño ser que acababa de conocer:

– Volveré por ti. Lo prometo. –Y se alejó corriendo.

Otras voces llenaron el lugar y opacaron el sonido de las llamas con su clamor, caótico. Ragem levantó la cabeza cuanto pudo y vio una figura acercándose lentamente, con otros detrás, pálidos de pies a cabeza, con algo en sus manos. Fue entonces cuando se desmayó.

Si tuvo sueños, no pudo recordarlos. Le ardían los ojos cuando despertó e intentó frotárselos, para darse cuenta que estaba atado de pies y manos sentado en el suelo. Luchando contra la picazón abrió los ojos y lanzó un grito al ver a uno de esos seres en cuclillas mirándolo fijamente. No era blanco, tenía el cuerpo pintado.

– Soy Ragem –dijo luego de unos minutos de miradas silenciosas–. No he venido a hacerles daño. ¿Puedes desatarme?

Pero sus palabras no parecían significar nada. El ser gritó algo a alguien fuera de la tienda que los cubría y otro más acudió al llamado. Ambos parecían preocupados. Afuera, el cielo gris estaba lo más luminoso que podía ser.

– ¿Por qué estoy atado? ¿Qué… –el dolor en su pierna cortó su voz, volvió con la fuerza de una ola que regresa a la orilla.

– Jinete. Te hemos esperado durante muchos cielos claros. Tu dragón ha muerto. No volará otra vez. Tu muerte nos librará al fin de los pecados de tu gente.

– No entiendo. Lo que haya hecho lo remediaré. Por favor, vine de muy lejos. Necesito hacerles preguntas.

– Muerte. Cuando oscurezca.

Lo arrastraron hasta el frente de una gran fogata en el momento de la noche que consideraron ideal. La gente de la aldea formaba una gran círculo alrededor y el murmullo igualaba el crepitar de las llamas. Lo tiraron al piso de rodillas; él era el espectáculo. Uno de los seres caminó de un lado a otro frente a él, mirándolo, pensativo. Desenvainó un cuchillo de su cintura.

– Nuestros ancianos saben la historia. Los niños la escuchan para que estén preparados. Cuando el cielo abierto bañaba las tierras, un jinete y su Dragón Rojo bajaron del Sol. Su magia maligna llenó de nubes grises el mundo de lado a lado y nuestra gente sufrió el hambre, el frío. Pero nuestros ancestros pelearon para volver a ser libres… Aunque la magia del jinete aún está con nosotros. Cuando la sangre quemada y las cenizas de su cuerpo lleguen al cielo, la maldición se habrá terminado, la profecía al fin será completa.

Tomó la cara de Ragem para descubrir su cuello, con el cuchillo en alto listo para entrar en la carne, un silbido estridente ascendió y llamó la atención de todos. El estallido de colores con fuertes ecos iluminaron el campamento y el caos se hizo presente. Los seres corrían despavoridos a medida que más estallidos y silbidos ocurrían. El cuchillo cayó al suelo; la muerte de Ragem y la profecía fueron reemplazados por miedo. Sin perder la oportunidad, tomó el cuchillo abandonado, cortó las riendas que lo reducían y se arrastró como pudo hacia las sombras.

Una mano oscura lo tomó por el hombro y por sorpresa:

– Shh… Apóyate en mí, ven. Tenemos que irnos.

Zihrâ lo guió a través de los arbustos, aún iluminados por los fuegos en el aire que seguían estallando. Ragem la miró sin saber si estaba a salvo o en otra clase de peligro.

– Te dije que volvería por ti.

Y sonrió.

CONTINUARÁ.