La promesa

El lazo que mantiene unido a nuestro pueblo.

Por Ariel Gerardo Ríos / 2020-03-04 08:40:00 -0300 Arte de artstation.com/lightwave ficción

Este cuento está dedicado a mis hermanos Carlos Damián Ríos y a Dante Javier Ríos.

Nan: sos una constante en el camino de mi vida, mi confidente y consejero, la fuerza que me empuja hacia adelante y aprender. Gracias por enseñarme tanto.

Dante: siempre miro las estrellas y pienso en tu nombre, esperando encontrarte algún día. ¡Tenemos mucho de qué contarnos!

Los dos están presentes en cada cosa que escribo. Los amo con toda el alma.

¡Feliz Día de los Hermanos!


Vengan niños, el fuego está encendido. Alrededor, sí. Un círculo. Muy bien. Voy a contarles la historia de nuestro pueblo como me la contaron a mí y como se la contaron a mis padres y sus padres a ellos, antes de nosotros. Ellos ya no están conmigo, oyeron el llamado de las montañas y comenzaron su viaje. Algún día, yo también iré con ellos; a su tiempo, cuando hayan visto crecer a sus hijos y contado esta historia, nos uniremos nuevamente en paz. El camino que recorremos es como una serpiente que persigue su cola, empieza y termina a la vez. Siempre ha sido así. Nunca termina.

Antes de nosotros no había hombres ni mujeres. Habían monstruos, con 2 manos y 2 piés iguales a los vuestros y una cabeza. Pero la cabeza, gigante y deforme, tenía muchas caras, una más fea que la otra y todas gritaban enojadas, siempre con hambre, comiéndose las piedras, las plantas, tomando toda el agua que les cabía en su inflada panza. Siempre furiosas porque el mundo era muy pequeño. Muy pequeño. No querían compartirlo más. Y un día, cuando ya no había más piedras ni otras bestias que comerse, decidieron comerse unos a otros. Las caras callaron cuando comieron la propia carne y al encontrar lo que buscaban no pudieron detenerse. No quisieron. Llegó el momento en que sólo quedó uno, enorme, alto como una montaña, con la cabeza entre las nubes y carne de todos en su vientre. Estaba satisfecho. Allí vio lo que habían hecho al mundo pequeño; ya no habían piedras, ni agua ni otras bestias. Lloró de tristeza. Su cuerpo sucumbió a la culpa y sin esperarlo… Estalló como un volcán. La luz tan poderosa ocultó el Sol en pleno día. Esparció sobre el mundo toda el agua como lluvia. Todas las piedras volaron por el cielo. Llenaron el aire de tierra, hasta que el Sol salió nuevamente. El mundo se hizo nuevo, más grande y las plantas comenzaron a crecer. No habían más monstruos. Pero desde debajo de las piedras, entre las sombras, apareció tímidamente… Una mujer. La primera de nosotros. Miró el primer amanecer con el cielo descubierto y se puso de pié. Habló en voz alta haciendo ruidos. Gritaba. Al principio no entendía las palabras porque no había nadie con quién hablar. Entonces, un niño nació de su vientre y ya no se sintió más sola y pudo hablar con claridad. Le contó la historia de los monstruos a su hijo por primera vez alrededor de un fuego cuando la primera noche cayó. Desde entonces nunca dejó de contarse. Se prometieron el uno al otro que no repetirían la maldad de los monstruos.

Así nació nuestro pueblo. Una fogata y una historia que repetimos cada noche para evitar que la maldad destruya el mundo otra vez. Una promesa entre nosotros. Mía con ustedes. De ustedes con sus hermanos. Con las piedras, el agua y la lluvia. Nacimos de una maldad que hizo daño en todo. Está en nosotros. Pero la promesa sigue firme entre nuestra gente.

Denme sus manos. Sí. Todos juntos. Prométanse que contarán la historia. Que la maldad se ha ido del mundo.

¡Prométanlo!

FIN.