– Y… así se veían las estrellas. Más o menos.
Se sentó sacudiéndose las manos al lado del niño, en el suelo. Había puesto los fragmentos de vidrio dibujando la Cruz del Sur y el fuego se reflejaba débilmente. Fue la única constelación que se le vino a la cabeza y no se sentía nada orgulloso por eso.
– ¿También eran amarillas?
– No. Sólo el Sol era amarillo. Las estrellas eran blancas y pequeñas.
El chico miraba el dibujo seriamente, pero no parecía entender. Que en el cielo hubieran luces, dibujos, era difícil de imaginar. El viejo, que lo vió absorto en el dibujo del piso, le palmeó dos veces la pierna y se fue a avivar el fuego. Lo dejó con sus pensamientos.
Mantener la oscuridad a raya era cada vez más difícil. Las ramas y hojas se quemaban más rápido que antes y el cielo con sus nubes era gris por completo. Notó por el movimiento detrás suyo que el niño se estaba acostando.
– ¿Me vas a contar un cuento?
– Hoy no. Me falta mucho el aire esta noche.
Se dio vuelta y lo miró a los ojos que le devolvieron el reflejo de la luz, algo rojos, y le llenó de angustia, de imágenes del pasado. Le sonrió, no fuera a ser que se contagie la angustia.
– Cuento no, pero puedo contarte una tontería y una buena noticia.
– ¡La tontería primero!
– La gente de antes vivía despierta de noche y se quejaba de sueño durante el día. No les gustaba soñar.
– ¿Y cuándo dormían?
– Cuando viajaban de un lado para el otro, a las apuradas para volver de donde habían partido.
– Ahora la noticia.
– Cuando lleguemos a las montañas, seguramente veremos el Fuerte por fin.
La sonrisa se le dibujó de oreja a oreja al niño. Le acomodó las mantas hasta el cuello y le acarició el rostro. El chico se acomodó, se dio vuelta; le dijo de esta manera que estaba conforme. En el corazón del viejo, la pena cedió un poco como para sentir el peso del cansancio, pero como las gentes de antes, tenía que quedarse despierto para vigilar. Y para no soñar.
CONTINÚA en Parte II.