Vivir, por sobre todas las cosas

Por Ariel Gerardo Ríos / 2020-04-27 00:36:00 -0300 Arte de artstation.com/imadawan ficción

Golpeó la puerta con su hombro y entró con la vista apesumbrada. Atrás entraba su hija dando pasos cortos, lentos. El silencio entre ambos dejaba saber que el viaje no había sido fácil.

– ¡Hola, mis amores! Bienvenidos.

– Papá está enojado.

– Sí, puedo sentir el frío.

El hombre fue directo a la cocina a preparar el pescado. Su esposa descubrió algunas de sus miradas furtivas que se escapaban hacia su hija; así ella supo que no estaba simplemente enojado sino preocupado.

– ¿Qué sucedió?

– Apareció de nuevo, ahora en el río.

– Oh no, qué horror…

– Me descuidé. Cuando levanté la vista lo vi hablando con Nimi. Maldito.

– ¿Le habrá pasado… su maldición?

– ¡NO! No se te ocurra siquiera mencionarlo. Hablaré con los otros hombres del pueblo. Algo tenemos que hacer de una buena vez.

– Pobre mi niña… con ese monstruo.

– Ya no más.

De un golpe clavó su cuchillo de caza en la mesa.


– ¿Qué propones?

– Que cumpla con las Leyes Naturales de nuestro pueblo. Nada menos.

– Oí que atacó a tu hija, que intentó llevársela con él.

– ¿Qué hacía tu hija en el río?

– ¿Acaso no puede ir al río con su padre a buscar alimento? ¿Desde cuándo dejamos de ser libres? Desde que ese monstruo existe.

– Ese hombre ha vivido allí demasiado tiempo.

– Mi padre me habló de él cuando era niño. Le temió incluso el día que entregó su cuerpo al mundo. Ese pelo plateado… Nunca lo vi en nadie más.

– Ahora es blanco.

– Tu padre fue un hombre honorable.

– Su don fue la palabra. Él decía que sólo lo dejáramos en paz, pero fueron otros tiempos. Nosotros debemos actuar.

– Debemos actuar, sí.

– ¡Que se cumpla la Ley!

– ¡Sí, que se cumpla!


La niña descubrió su rostro detrás de las ramas que lo cubrían y se rió. El rió con ella y en medio del juego ella le tendió la mano para llevarlo hacia donde estaba su padre. No quiso porque le temían y el hechizo se rompió con un relámpago.

– ¡NIMI! ¡ALÉJATE AHORA MISMO!

Echó a correr y dejó la niña atrás. La escuchó llorar del susto por el reto inesperado. Pero no había hecho nada malo, él lo sabía. Eran su pueblo, su sangre. Aún así, le odiaban.

Su cuerpo no se movía como antes. Habían dicho que estaba maldito y ya pocas veces pensaba en eso. Corrió todo lo que pudo correr desde el río y su corazón le saltaba del pecho. Le dolía. Todavía estaba lejos de la choza.

La oscuridad llenaba su lecho. Nadie lo esperaba. Fue directo a su cama de barro, ramas y hojas a llorar. El dolor del rechazo acumulado en su interior encontró otra faceta para lastimarlo en la risa de esa niña. Sabía lo que tenía que hacer para terminar con su dolor y sin embargo no podía hacerlo; era un cobarde. Su padre lo supo y lo golpeaba hasta el cansancio cuando era pequeño para tratar de ahuyentar la vergüenza pero nunca lo logró. A quien sí pudo moldear a base de golpes fue a su madre: los puños en el vientre la tiraban al suelo sin poder respirar. Con miedo y dolor físico le dio a elegir entre el maldito y sus otros hijos. Aulló su llanto a los recuerdos.


La comitiva de hombres fue tras el monstruo. Caminaban en silencio con el fuego de sus antorchas en lo alto. Todos sabían dónde estaba: por su culpa, ésa era tierra profanada. Pero estaban decididos a recuperar su libertad, para que sus hijos sean plenos hasta el día de entregar su cuerpo de vuelta al mundo. Este demonio había vivido más de dos vidas naturales, violó la Ley y tenía que ser purificado. El odio estaba dentro de todos, pero sobre todo en uno. Él iba por delante.

La choza apareció de repente en la luz que se proyectaba delante. La oscuridad se había retraído y reinaba por dentro. Por un instante, los alientos se contuvieron y con la fuerza del miedo la multitud gritó para llenar ese vacío.

Rodearon el lugar, arrojaron fuego dentro, sobre el techo precario y el pasto seco del piso. Una figura se retorcía dentro tratando de huir de las llamas. Su destino estuvo sellado de antemano: los gritos de afuera se ahogaron al oír los del hombre mientras se quemaba.

– ¡¿Por qué no quiere irse en paz?!

– Ésto está mal…

– ¡NO! ¡Hemos venido a cumplir la Ley! Ya había llegado su hora. Debió irse por su propia decisión hace mucho. ¡No cuestionen la Ley!


Bajo la luz tenue de la lumbre, en el pueblo, había una mujer y su hija que esperaban al hombre que se fue a hacer justicia.

– Mami. Ese hombre, en el río…

– ¿Qué hay con él?

– Me dijo que sólo había querido vivir.