La puerta al abrirse movió las campanitas que tenía adosadas en su parte superior, rompiendo el silencio del negocio que daba a la calle. Era cerca de las 11, el momento donde el Sol empieza a picar en la piel. La mujer al principio dudó de entrar aunque el fresco dentro del lugar era apetecible. Entró y cerró la puerta tras de sí con un poco de fuerza porque se trababa en el piso. El ruido de la calle quedó por completo del otro lado del vidrio.
– ¿Hola?
– Buenos días, señora. ¿Qué puedo hacer por usted? –dijo un viejo, pelado, saliendo detrás del mostrador entre las sombras.
– Bueno, estem… Quería ver… Lámparas. Sí, alguna lámpara de estilo antiguo.
– Perfecto, venga por acá si me hace el favor. Justamente ayer estuve en un remate. Tenían materiales interesantes. Cuidado con los pies.
– ¡Oh! Perdón. –Una mesa pequeña casi oculta a la vista viajó unos centímetros por el puntapié inesperado.
– No se preocupe. Tenía que moverla y me olvidé. Aquí están. Hermosas, ¿no? El decorado es de cuero verdadero.
– Guau, sí. Muy hermosas…
– Pero no es lo que busca.
– No. Bueno, sí, pero… No. Yo, eehh… Vine por recomendación. Me dieron su dirección.
– Me alegra. Quiere decir que hice un buen trabajo en otro lugar.
– Sí, yo también… En fin. Estoy interesada en algo. No material, sino algo… espiritual. Me dijeron que podría ayudarme.
– Ooh, entiendo. Me agarra de sorpresa la verdad, no tengo nada preparado. Pero por favor, vuelva mañana, ¿puede ser? Tengo que hacer un poco de espacio, Mónica.
El sonido de su nombre la golpeó en el pecho cual patada voladora. Se le hizo un nudo en el estómago y se le humedecieron los ojos, pero no lloró. Se limitó a ver al hombre fijamente sin decir nada.
– No se preocupe. Vamos a encontrar una solución. Ése es mi trabajo.
La acompañó hasta la salida, mas parecía que la llevaba afuera de prepo con gentileza.
– Venga mañana por favor, también a esta hora. Comenzaré con lo suyo ahora mismo.
El bullicio de la zona de Once volvió a activarse en la vereda y luego de unos pasos en el sentido contrario por el que vino, sintió caer la persiana de metal que cerraba el negocio. No vio a nadie al otro lado de la vidriera.
Pero la puerta volvió a abrirse al otro día, a la misma hora, por las manos de la misma mujer. El mismo viejo, atrás del mostrador la miraba y no preguntó nada. Tenía un delantal de cocina atado a la altura de su cintura que estaba percudido por tantos lavados que apenas se percibía dónde comenzaban las manchas. La mujer se acercó por el camino de reliquias y arrugando la nariz.
– Puaj, qué fuerte. Me hace acordar a la cocina de mi abuela.
– El mondongo es una carne particular. Uno la ama o la odia, ¿vio?
– Puff.
Le dijo “por allá” con el extremo de su mano huesuda y levantando las cejas, hacia una puerta oculta bajo la sombra de unas cortinas de paja. El aire caliente de una cocina entró en en su cuerpo de repente y lo que vio coincidía con la imagen en su mente: una cocina cálida en pleno invierno. Un lugar familiar, que ha sido testigo de muchos momentos felices.
– Mentí. Nunca conocí a mis abuelos. Mi mamá me decía que mi abuela se murió esperando conocerme y nunca me habló de mi abuelo. No contestaba mis preguntas.
Ambos miraban cómo la cuchara de madera que el viejo movía hacía girar el contenido de la olla.
– La verdad prevalece por sobre todas las cosas.
– ¿Qué más sabe de mí?
– Sólo lo que usted quiere que sepa, Mónica. Nada más.
Durante varios minutos no se dijeron palabra. El sonido de las llamas y el caldo hirviendo ahuyentaba el silencio. Mónica lloraba con lágrimas su dolor.
– Me duele mucho… Fueron los años más hermosos con él y ahora no está. No puedo vivir sin él.
– Uno puede todo. Uno elige no querer vivir sin el otro.
El viejo no levantaba la vista. Fue insolente lo que le dijo pero, ese lugar… No parecía importarle. Era la verdad.
– ¿Me curará?
– Sí. Empezar de nuevo lo cura todo.
– Lo quiero.
– ¿Y qué hay de su hijo, Mónica?
– No. Tampoco quiero vivir con él.
El viejo asentía con cada respuesta de Mónica. Tomó un cuenco, lo metió en la olla y lo sacó lleno de sopa. Bebió un poco y estiró el brazo para dárselo a la mujer. Ella lo bebió todo y esperó con los ojos cerrados a que la magia sucediera.
– Ya no se preocupe, Mónica. Yo me encargo del resto.
Dos horas después, a unas cuadras del negocio, pasaba el tranvía con la prisa de los porteños. Una mujer le cortó el paso arrojándose en su camino. Al viejo le llegó el rumor de que la mujer parecía tener los ojos rojos y secos.
Luego del accidente, los días pasaron sin más novedades.
Otra mañana de Martes en la tienda, una mujer entró al negocio de antigüedades y entabló una charla casual con el vendedor, sólo para disimular. Estaba a muy pocos días de parir.
– Y eso que era tan difícil de encontrar… ¿Ya lo consiguió? Mire que en cualquier momento llega.
– Ya conseguí lo que me faltaba para su hija. Acá está. Tómese esto antes de comer hoy a la noche y después mañana me cuenta. Se sentirá como si tuviera un alma nueva.
FIN.